miércoles, 21 de octubre de 2009

"Bitácora" Por William Ospina Segunda Parte

Desde el primer momento, Omar Porras ha tenido la idea de que el espectáculo sobre Bolívar tendrá un importante contenido musical. A partir del momento en que empezamos a hablar de Bolívar y del significado de su gesta, el elemento musical va ganando espacio en los diálogos. Pensamos que en la América Latina la música no es algo añadido a la existencia, sino una fuerza vital: los pueblos viven musicalmente, y en sus primeros tiempos toda nuestra canción popular tiene un marcado componente narrativo. Tanto los corridos mexicanos como los tangos argentinos, los sones cubanos y los valsecitos criollos peruanos al comienzo contaban historias. Se diría que la Revolución Mexicana puede seguirse, episodio tras episodio, en los corridos que relatan lo mismo las hazañas y las desgracias de los grandes personajes que la vida del pueblo, y los rumores y leyendas que tomaron vida en esos hechos históricos.
Los dos ámbitos musicales que más podemos identificar con Bolívar, la música de los llanos del Orinoco que hoy se expresan en pasajes, joropos y pajarillos con muchas variantes instrumentales, y la música popular de los campesinos caribeños, expresada en cumbias, porros, puyas y canciones vallenatas, nacieron contando historias.
Ante la posibilidad de que haya músicos en el escenario, Omar Porras, fiel a su estética, concibió el proyecto de explorar y estimular las capacidades histriónicas de los músicos populares o despertarlas, y de allí nació la idea de realizar un taller con músicos llaneros y vallenatos. Cuando pensamos dónde hacerlo, ningún espacio nos pareció tan conveniente como la Quinta de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, donde pasó Bolívar sus últimos días y donde murió el 17 de diciembre de 1830.
En su siguiente venida al país: Omar Porras y Manolo Orjuela realizaron dos viajes para entrevistar músicos populares: uno a Valledupar, donde reunieron a numerosos cultores de música vallenata, y otro a Villavicencio. Este segundo viaje se vio interrumpido por la lamentable muerte de Fanny Mikey. Había sido precisamente Fanny, su asistente por ese entonces en el Festival Iberoamericano de Teatro, Clarisa Ruiz, quien cursó la primera invitación al Teatro Malandro de Suiza para participar en el Festival, y logró con ello el primer retorno de Omar Porras a su tierra de origen, después de veinticinco años de ausencia, para presentar la obra “Ay, Quijote”.
Con la presencia del equipo coordinador del teatro Malandro de Ginebra, Suiza, Omar Porras, su asistente Manolo Orjuela, el escritor William Ospina, y la coordinación del Ministerio de Cultura, finalmente, en la última semana de septiembre de 2008 se realizó el taller en Santa Marta.
De todos los escenarios históricos que recuerdan nuestra Independencia, tal vez ninguno está mejor conservado que la Quinta de San Pedro Alejandrino. Tanto sus construcciones históricas como los espacios que se han ido añadiendo a lo largo del tiempo trasmiten una sensación profunda de dignidad y de belleza. Los grandes árboles centenarios dan la impresión de ser los mismos árboles donde suspendía su hamaca el Libertador hace dos siglos, y los amplios jardines, llenos de pájaros y de cantos de pájaros, que a veces cruzan las iguanas a paso lento, son visitados sin fin por escolares y turistas que ven en esta Quinta uno de los templos de la Libertad del continente.
El monumento del recinto central es copia exacta de otro que se hundió en el mar hace más de un siglo, de modo que Bolívar tiene dos monumentos idénticos de mármol, uno en la Quinta de San Pedro Alejandrino y otro en el fondo del Atlántico.
El sol, la brisa, el silencio, la amplitud de los jardines, la blancura de los muros, todo fue propicio para el trabajo de creación, y el recuerdo de aquellos días en que Bolívar se despidió de sus campañas y de sus naciones recién liberadas le daba un clima conmovedor a nuestros ejercicios.
La bella quinta existe desde hace por lo menos tres siglos, pero ha perdido la huella de todos sus dueños y habitantes. Sólo está consagrada al recuerdo de un hombre que pasó aquí apenas los últimos diez días de su vida. Este hecho basta para medir la dimensión mitológica de Bolívar, su exaltación a una dimensión de leyenda por parte de sus propios contemporáneos, leyenda que, por cierto, no ha abandonado la posteridad.

Durante una semana se realizó el taller en San Pedro Alejandrino. La selección había sido muy interesante, y desde el primer momento se procuró que los músicos entraran en el escenario, y a través de máscaras asumieran papeles, dejaran salir al personaje que la máscara les revelara. Los resultados, la mayor parte de las veces nos demostraron que hay una tendencia natural a la actuación en muchos músicos populares. No sólo en los jóvenes, que tienen la tentación del espectáculo, pero también muchos músicos mayores tienen ya una relación con el escenario, y con el público. Hubo primero un taller de rutina básica como los que realiza Omar con sus actores en Europa. La actitud y la conciencia del cuerpo, la atención profunda a los dictados del personaje, y la búsqueda de que el actor desaparezca y el personaje ocupe todo el espacio de su ser durante la actuación. Hicieron varios ejercicios de improvisación, empezando por la escogencia de las máscaras y las instrucciones sobre el cuidado básico que hay que tener con ellas.
La presencia de las máscaras en el teatro es antiquísima, pero en cada tradición teatral han llegado a ocupar un lugar singular. Las máscaras de los espectáculos de Omar Porras, que se hacen siempre a partir de la experiencia de los actores y de la construcción de los personajes, se inspiran en distintas tradiciones, tanto europeas, sobre todo de la Comedia dell arte italiana, como asiáticas, de las danzas ceremoniales de Bali, representan también todo un trabajo de artesanía. A lo largo de aquellos días no sólo vimos en acción la tradición musical de dos regiones de Colombia, a veces con cultores muy jóvenes y talentosos, sino que vimos nacer actores que ni siquiera sospechaban que lo eran, y vivimos momentos de gran creatividad y de compromiso con el arte en personas de muy distintas edades y procedencias. Sólo unos cuantos de estos músicos serían escogidos al final, pero para todos representó sin duda una experiencia valiosa en su carrera el haber accedido a un taller de actuación con uno de los mejores directores contemporáneos de Europa, que hacía un alto en su trabajo de dirección de espectáculos teatrales en Suiza y en Francia, y de puesta en escena de grandes óperas en distintos lugares del mundo, para trabajar con los músicos de su tierra.
Pero el trabajo también consistió en la construcción de ensambles musicales dirigidos por Erick, gran conocedor de la tradición musical colombiana y latinoamericana, quien a veces, a partir de canciones conocidas, o de melodías simples, condujo a todo el grupo de músicos en escena a momentos de gran entendimiento y coordinación. El ejercicio consistía en ir acordando instrumentos y voces, tejer variaciones sobre ellos, aproximar incluso las tradiciones de los laneros y de los vallenatos, y producir también fusiones nuevas. El escenario era propicio, y por momentos hasta la naturaleza alrededor pareció contagiarse del espíritu de esos experimentos artísticos. Hubo un momento especialmente mágico, cuando el crecendo de las voces y de los instrumentos iba alcanzando una determinada tonalidad, y de repente el sonido de las chicharras pareció sumarse en el tono adecuado a la música y poner a vibrar todo en el mismo registro.
Fueron tantos los logros y los avances en ese primer experimento, que cuando al terminar la semana la Ministra de Cultura Maria Paula Moreno y la directora de Arte de Ministerio Clarisa Ruiz, llegaron a Santa Marta para ver la conclusión del Taller, les costaba creer que aquellas personas que estaban en el escenario no hubieran actuado nunca antes de ese taller.

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